Baracoa: ¿Hemos ido demasiado lejos?

By Connected Horizons

Hemos llegado a Baracoa en el autobús Viazul desde Santiago de Cuba, después de una carretera larga y serpenteante, con subidas y bajadas en curva que a más de uno ha puesto el estómago boca abajo. Entre risas mareadas junto a los amigos alemanes que hemos conocido en este viaje, llegamos a la terminal de ómnibus del pequeño pueblo de Baracoa.

Las risas se detienen al ver desde la ventanilla la cantidad de personas que están esperando el autobús a gritos con carteles de sus casas particulares. ¡Qué poco apetecible se vuelve bajar ahora! Al conseguir las mochilas y salir del parking de Viazul, la amplia plaza bordeada por el mar de la terminal se vuelve escenario de una batalla campal entre cubanos a la caza de turistas recién llegados. ¡Se nota que es temporada baja y que todo el mundo necesita clientes!

Después de un agobiante y caluroso cuarto de hora, decidimos optar por la casa azul que ofrece Alfredo, a cinco minutos caminando de allí, donde disponemos de dos habitaciones (una para nosotros y otra para los simpáticos alemanes), una cocina, un salón enorme y una terraza desde la que se puede ver el mar; todo por muy buen precio (10CUC por habitación + 2CUC pp desayuno).

Teníamos las expectativas muy altas porque muchos viajeros nos han recomendado Baracoa. La realidad es que el pueblo de Baracoa es muy pequeño y básicamente consta de una calle principal (Calle José Martí) y otras más estrechas que conducen al Parque Central. Hay varios restaurantes, el Centro Cultural, alguna tienda de pintura, supermercados y poco más. Ni siquiera hay una playa cerca en la que te puedas bañar (el Malecón bordea prácticamente toda la costa del pueblo y la Playa de Miel, que es la más cercana, es de arena negra y está llena de basura). Así que nuestra imagen de pueblo paradisíaco se desvanece apenas llegar al supermercado para comprar comida y cocinar en el apartamento.

Pero ¡eh!, nos lo tomamos bien, entre risas como siempre, dispuestos a sacarle partido al lugar. Inquietos y con ganas de esa “playa de ensueño” que nos han descrito todos, le pedimos a un taxi-jeep que nos lleve a Playa Maguana. Ya son las 4 de la tarde y empezamos nuestro camino. ¡Y qué camino! 22km de carretera sin asfaltar, con baches y a lo loco; 40 minutos de sufrimiento colectivo en unos asientos saltarines que no se detienen ni un momento. ¿Y todo esto para qué? Bueno, al llegar nos encontramos con una playa muy bonita, aunque con el agua un poco removida por el aire de la tarde y también un poco sucia (en la arena hay algunos restos de plástico, latas y colillas). A pesar de eso, vemos caracolas gigantes, nos tomamos un mojito y disfrutamos de la soledad. Exacto, no hay nadie más a parte de nosotros. ¡Estamos solos! Parece mentira, pero sólo hay un vendedor de cocos y un camarero en toda la playa. Un pescador pesca a lo lejos y nuestro taxista se relaja en la arena mientras exploramos el lugar.

Anochece al cabo de apenas hora y media, y al volver por el mismo camino pensamos si ha valido la pena pegarnos este viaje para pasar media tarde aquí. La respuesta es no; a Playa Maguana hay que ir a pasar como mínimo un día entero, al menos para contrarrestar la carretera escabrosa que lleva hasta allí.

Esta noche cocinamos en casa (Max prepara una riquísima pasta italiana) y cenamos en la terraza, escuchando el concierto que están haciendo en la plaza de la terminal, la misma en la que horas antes nos han atosigado con las ofertas de casas particulares. ¡Qué felicidad, entre el festín y la brisa marina fresca de la noche!

A las 7:30am salimos de Baracoa montados en un rojo y brillante jeep (el primer amor del amigo de Alfredo). Después de unos minutos en la carretera, Alfredo nos da la primera buena noticia del día: si nos apetece, podemos detenernos en una plantación de chocolate, ¡con cata gratis! Qué decir, el chocolate atrae a cualquiera y la mujer que nos cuenta cómo es el proceso de elaboración es tan simpática que no nos podemos resistir y compramos algo para llevarnos a casa. Con una bolsita llena de bombones de chocolate y coco (los mejores que hemos comido nunca… sin duda) y cremas hidratantes de chocolate, volvemos al jeep con sonrisas dulces en los labios.

De vuelta al apartamento, nos despedimos de los alemanes porque ellos se dirigen hacia el norte en busca de su tarjeta de crédito perdida (¡esperamos que la encuentren en el banco en que se la olvidaron!). Pasamos la tarde de relax en el restaurante La Punta, al lado de la plaza de la terminal. Allí sorprendentemente el wifi llega a las mesas y podemos acceder a internet, hablar con nuestras familias y actualizar nuestro instagram (@connectedhorizons). De vuelta a la habitación por una de las callejuelas principales, nos preguntamos si ha valido la pena hacer todo este camino para llegar hasta Baracoa. Definitivamente no es lo que nos habían contado, y queremos que esta decepción quede reflejada en el post. Pero al fin y al cabo, se trata de un pueblito tranquilo, en la punta más alejada de La Habana, lleno de pescadores y playas que (si vas con tiempo y con un buen jeep) se pueden disfrutar.

Mañana iremos en dirección la Habana parando en otras ciudades para que el viaje sea más soportable. ¡Un placer Baracoa, aunque no creo que nos veamos más!


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